Un cuento original de los Hermanos Grimm

En una de las tantas montañas que hay en Antioquia, filo arriba, a cuatro horas a mula del pueblo, y dos más a pie, por entre árboles de todo tipo de frutas y matas de banano, plátano y café, en una humilde, pero hermosa casa, vivía Catalina, una niña muy simpática, de ojos color miel, cabello largo, voz delicada, muy curiosa, obediente y educada, una montañerita de pura cepa. Era tan hermosa que el jardinero con tantos años en su oficio nunca había visto una flor tan bonita como ella.

A Catalina la conocían más por el sobrenombre de Caperucita, desde el día que su abuela le regaló un ponchito rojo que servía para protegerse del sol y también de la lluvia, pues era de una tela suave  y muy fina. Casi nunca se lo quitaba, dormía con él; y una vez que estaba haciendo mucho frío también se bañó con eso encima. Como ese ponchito tenía una capucha o caperuza la apodaron con el mote de Caperucita Roja.

Caperucita vivía con su mamá, una señora muy formal de unos 40 años, ella era la encargada del hogar, pues su esposo había colgado los guayos en un accidente de arrieros, cuando se le desbocó el buey en el que iba y cayó justo sobre una roca. Mejor dicho, más de malas que un emo crespo.

A la mamá de Catalina le gustaba hacer de todo, y de vez en cuando le enviaba a su madre, o sea la abuela de Cata, una mochila llena de quesitos, cacao molido, una docena de arepas de maíz amarillo y una botella dos litros de aguapanela con leche.

En una ocasión, como lo había hecho anteriormente, la mamá llamó a Caperucita y le dijo que le llevara la mochila con las cositas para la abuelita, que tratara de no demorarse mucho porque la abuela estaba esperando las cosas y estaba indispuesta. Le dijo que estaba más maluca que un chicle con sabor a cebolla.

También le sugirió: – “Mija, coja camino y aproveche que el sol no está pegando todavía duro, vaya juiciosa, no se meta pa’ las mangas de los vecinos ni pa’ los potreros a molestar las vacas, no le tire piedra a los pajaritos, no se le robe los mangos a don Ovidio, camine a paso firme pero sin correr, no vaya a ser que mallugue los quesitos o desharine las arepas. De las carreras no queda sino el cansancio. Salude a la gente que se encuentre pero no se quede hablando con nadie, si es alguien extraño apure el paso mija. La abuelita está enferma, toca la puerta, entra y saluda, no sea muy cansona que yo ya me la conozco, no pregunte por cosas que no le importan y no juegue con las enaguas de la abuela. Le organiza las cositas en la nevera, le da el remedio que también se lo mandé y se queda un ratico hablando con ella pues, pero me hace el favor y está acá pa’ la hora del almuerzo, vea que hoy son los frijolitos que tanto te gustan”.

– “Amacita, no te preocupes, haré al pie de la letra todo lo que me has encomendado”, contestó Caperucita Roja, se puso las alpargatas, tomó la mochila, cogió un palito y un pito con el que le gustaba hacer bulla por el camino para no sentirse sola. Le dio un besito a la cucha y salió.

La abuelita no vivía tan lejos, había que bajar a la cañada y volver a subir la montaña, no era más de dos kilómetros. Es más, la casa de la abuela se veía desde el patio de la casa de Caperucita.

Catalina, iba muy contenta por su gran responsabilidad, estaba cumpliendo todo al pie de la letra, pero su madre no le dijo nada sobre recoger flores silvestres para llevarle a la abuelita, por lo que pensó que sería buena idea y se puso a juntar un gran ramo.

Para colmo de males, un lobo de esos chandosos que tiene sarna por todo el guargüero se le arrimó con la intención de comerse lo que llevaba en la mochila, pues tenía tanto filo que se si se agachaba se cortaba, no había comido nada desde hace tres semanas. Cuando se le acercó a Caperucita le pareció mejor idea comérsela a ella, pero no podía ahí en ese lugar porque por ese camino pasaba mucha gente. Entonces se craneó un mejor plan.

– ¿Hola niña, cómo vas, cómo va todo pues? Le preguntó el lobo a Caperucita.

– Muy bien hombre y usted señor, contestó.

– Será bien mi niña, ahí con problemas que no faltan.

– !Bendito! sea mi Dios, dijo Caperucita.

– ¿Oíste y vos pa’ónde es que vas tan bonita y con esa mochila llena de comida?, preguntó curioso el lobo.

– Pues pa’onde mi abue, ella está enfermita y le voy a llevar esto que le mandó mi mamá y también estas florecitas que acabé de recoger, respondió.

– “Te tengo una mejor idea”, agregó el lobo con malicia. “Vete por este camino nuevo que hicieron, que atraviesa la finca de don Ramón Arbeláez, pa’ que te rinda más y llegués más rápido”, le sugirió.

– “Muchas gracias don lobo, no sabía que por acá también me podía ir”, contestó Caperucita.

Y sin saber que ese era el camino más largo se fue por ahí para donde su abuelita.

El lobo, con las últimas energías que tenía, se fue corriendo por el camino más corto, llegó en un santiamén. Tocó la puerta para saber si la abuela de Caperucita estaba allí.

-“Bien pueda pase, destrabe la aldaba y sígase, estoy acá en la cama y no tengo alientos para poderme parar”, dijo la voz de una anciana que provenía desde la habitación.

El lobo, excitado y enceguecido por el hambre, entró sigilosamente, al tiempo que pensaba que iba a desayunar muy rico con la abuelita y que Caperucita iba a ser un delicioso postre.

Sin mediar palabra, abrió su gran bocota, tanto que se le sintió el tufo de niquelado que había tomado el día anterior. Escondió la lengua y en un abrir y cerrar de ojos se tragó a la pobre anciana.

No contento, con media panza llena, siguió con su terrorífico plan. Abrió el chifonier de la abuelita, buscó un camisón, unas enaguas rotas, unas arrastraderas viejas y se tapó la cabeza con un turbante como los de Piedad Córdoba. Quedó como un muñeco de 31 pero sabía que era un buen disfraz para engañar a Caperucita.

Entonces se acostó en la cama de la abuelita, se puso las manos sobre el pecho y se acobijó; para completar el montaje se colocó unos anteojos que vio sobre un antiguo neceser.

A los 15 minutos sintió unos diminutos pasos y luego al aldabón que sonó en tres ocasiones. Llegó mi postre, pensó el lobo bribón.

-¿Quién es?, contestó el lobo impostando su voz como la de una señora, pero sonaba más como a una travesti de Lovaina.

– “Soy yo abuelita”, contestó Caperucita sin desconfianza, pues pensó que la voz de la abuela estaba así por la virosis tan brava que tenía.

Pasó a la sala, luego a la cocina, espantó a una gallina con sus pollitos que estaban por ahí viendo qué se comían, desempacó las cosas que traía y luego pasó a la habitación.

– “Buenos días mita, bendición. ¿Cómo ha seguido, qué le cayó que se ve tan mal?, preguntó inocentemente Caperucita.

– “Mija, pues son los achaques de la vejez combinados con estos cambios tan bravos de clima, me tienen tosiendo hace tres semanas, cuando toso suena como si tuviera agua, parece que fuera una bronquitis crónica”, señaló el lobo como todo un experto en enfermedades.

Caperucita se acercó un poco más y se sentó en el borde de la cama, mirando fijamente al lobo disfrazado de abuelita.

No pudo evitar pensar que su abuelita se veía muy rara, la notaba como fea, más fea que una volqueta por debajo, pero no era capaz de decírselo directamente, entonces optó por saber por qué estaba así:

-Abuelita, perdone la pregunta, pero por qué tienes las orejas como más grandes, parecen de marrano mono.

El lobo quería comérsela de una vez, enojado por la crítica que le había acabado de hacer Caperucita, pero prefirió seguirle la corriente para esperar el momento adecuado y ahí sí tragársela de una.

-Son para escuchar tu linda voz mi amor, contestó el lobo.

-¿Abuelita, y por qué tienes esos ojos tan grandes, como de buey triste?

El lobo pensó: esta muchachita vino a visitarme o a criticar, pero volvió a respirar profundo y le contestó:

-Son para verte mejor mi linda.

-Abuelita, qué son estos brazos tan grandes y tan peludos, parecen a los de don Arnulfo, el que nos ayuda con la leña.

-“Mi vida, son para abrazarte mejor”, contestó el lobo con la poca paciencia que le quedaba.

-¿Y por qué tienes esas uñas tan largas?, parece que nunca en la vida te las hubieras cortado.

-Esas uñas, mija, son para rascarte y estriparte uno que otro barrito.

-Abuelita, pensará que estoy muy criticona y mi mamá me dijo que cambiara ese vicio, ¿pero por qué tienes esa boca tan grande?

-¡Es para comerte mejor!

Más fue la demora del lobo en decir eso que en tragarse de un gran salto a la pobre Caperucita, no le dio tiempo ni de respirar.

Con la barriga hinchada, como la de un sargento policial, le agarró prontamente el sueño. Aprovechó que estaba en la cama y decidió pegarse una dormidita.

Sus ronquidos comenzaron a esparcirse por toda la vereda, parecía un tractor viejo destartalado. Esos sonidos llegaron hasta los oídos de don Epifanio, un arriero que era muy amigo del papá de Caperucita.

Epifanio iba con una recua de 12 bueyes cargados de café. Pensó que esos ronquidos no podían ser de la viejita que vivía en esa casa, por lo que paró la boyada y se apresuró a ver qué pasaba.

Una vez adentro vio al viejo lobo dormido, patas arriba, con la barriga a punto de explotarse. Epifanio intuyó inmediatamente que se había comido a la viejita, entonces, sin pensarlo dos veces, sacó unas pinzas que traía amarradas al zurriago, abrió al lobo y encontró a Caperucita Roja y a su abuelita muertas del frío y casi sin aire.

Epifanio, junto con Caperucita, le llenaron la barriga al lobo con piedras, lo volvieron a coser y lo arrastraron bien lejos de la casa. Cuando el lobo despertó tenía mucha sed, fue a tomar agua a la quebrada, pero el peso que cargaba hizo que cayera a su cauce y este es el día que no se ha vuelto a saber de él.

La abuelita se tomó el jarabe, hizo tres telas y se las comieron con quesito, se tomaron la aguapanela con leche y festejaron su gran proeza, tanto se rieron que cuando Caperucita se tenía que ir para su casa la abuelita ya estaba mucho mejor.

– “Mijita, gracias por la compañía y por las cositas. Ya me siento casi aliviada del todo. Váyase ahora derechito por todo el camino”, gritó la abuelita.

– “No se preocupe abue, ya he aprendido la lección”, contestó Caperucita Roja.

Fin